8 de septiembre de 2007

La historia de Luchín

Una noche de junio, el mes más frío del año, se cernieron nubes negras sobre la cordillera y estalló una violenta tormenta, con un furioso vendaval y lluvias torrenciales. Tendidos en nuestra cama, a salvo y abrigados mientras oíamos el golpeteo de las persianas de madera bajo la ventolera sabíamos que en las poblaciones los frágiles techos eran arrancados de los refugios improvisados, que familias enteras debían de estar expuestas al viento y la lluvia, perdiendo sus pocas posesiones. Si el río Mapocho crecía, corrían peligro de ser barridos por la inundación. Todos los inviernos ocurría lo mismo; muchos guaguas morían de frío o neumonía, pero persistía aquel estado de cosas y aparte de algunos auxilios de caridad, de una distribución de objetos usados y viejas mantas, no se tomaban medidas drásticas para socorrer a las víctimas y evitar que se repitiera la tragedia.

Con un gobierno popular, la respuesta tenía que ser diferente. Y lo fue. Organizaciones gubernamentales, sindicatos e incluso las universidades se movilizaron para llevar ayuda inmediata a las víctimas de la tormenta, que había afectado a una amplia zona y devastado muchos distritos pobres. Las tareas de rescate se coordinaron de manera tal que cada Facultad fuese responsable de un área distinta. Los estudiantes de la Universidad Técnica poseían aptitudes inestimables para dirigir la construcción de viviendas de emergencia, la provisión de agua, drenaje y otras necesidades, pero hasta los músicos y los bailarines brindaron su mano de obra inexperta y sus músculos.

Como siempre, cuando se despejaron las nubes después de la tormenta dejando a la vista la cordillera cubierta reluciente de nieve, un frío penetrante descendió sobre Santiago. Todos los vehículos de la Facultad se movilizaron para distribuir combustible y alimentos, además de equipos de salvamento a la población de Renca, pero se descubrió que sólo servían los jeeps. En las tierras bajas y en los caminos sin pavimentar el barro llegaba a los muslos. Ni siquiera era posible caminar. Los intensos vientos habían dejado sin hogar a muchas familias que trataban de buscar refugio en el único edificio un poco más grande y más sólido de la comunidad, que era la iglesia. Los niños de pecho y los de corta edad, desabrigados y descalzos, corrían peligro inmediato de enfermar gravemente.

Era necesaria una solución más drástica y se decidió evacuar a los niños al edificio de la Facultad y usar los grandes estudios de ballet como dormitorios. Esa empresa, que parece lógica si se tiene en cuenta que la salud de los niños e incluso su vida corría grave riesgo, fue sin embargo insólita y absolutamente revolucionaria.

Todo fue organizado y animado por una maravillosa mujer, ejemplar para todos nosotros. Quena era, probablemente, un prototipo del pequeñísimo pero significativo número de personas aristocráticas que se adhirieron a los cambios revolucionarios en Chile. Era una mujer bien parecida, en general desaliñada, cuyo lenguaje no era precisamente refinado, que chapoteaba vestida con un chaquetón andrajoso y unos pantalones viejos. En su juventud había pasado una temporada trabajando en una granja de Inglaterra, y se había aventurado a dar la vuelta al mundo confiando exclusivamente en sí misma para ganarse la vida y renunciando al apoyo de su familia. Ahora trabajaba como administradora en el Departamento de Danza y en aquella emergencia se convirtió en el alma de la operación de salvamento.

Nos empujó a todos, incluso a los más reacios e indolentes, a hacer algo útil. El recluido reino del ballet se vio invadido por niños desarrapados y chillones que nunca habían visto un cuarto de baño y un lavabo. Muchos padecían disentería. Estaban desnutridos, sucios y asustados al verse separados de su familia, aunque después de una buena comida caliente revivieron.

Fue la primera vez que la verdadera tragedia de la pobreza tocó nuestro cómodo mundo privilegiado y tengo la certeza de que para muchos bailarines resultó una vivencia muy importante. Aunque fuésemos política y socialmente conscientes con anterioridad, y aunque a menudo hiciéramos las habituales colectas de ropa vieja y mantas “para los pobres”, no era lo mismo que atender a aquellas criaturas, verlas comer con hambre canina y descubrir su hermosura después de lavarle la cabeza y peinar sus enmarañadas melenas para quitarles los piojos.

Uno de los guaguas que llegaron a la Facultad se convirtió en tema de una canción de Víctor. Luchín estaba gravemente enfermo de pleuresía y necesitaba constantes cuidados día y noche. Quena le había encontrado en uno de sus viajes a la población: un mugriento montoncito de harapos en el fangoso suelo de una choza donde vivía con su numerosa familia. Un caballo, única posesión de valor de la familia y fuente de su precario sustento, compartía la habitación. Luchín tenía casi un año pero era menudo para su edad. Necesitaba una prolongada convalecencia antes de que pudiera ser devuelto a su familia, de modo que Víctor y yo nos lo llevamos a casa y le atendimos durante algunas semanas hasta que más adelante, con el consentimiento de sus padres, Quena le adoptó definitivamente.

Luchín

Frágil como un volantín
en los techos de Barrancas
jugaba el niño Luchín
con sus manitos moradas
con la pelota de trapo
con el gato y con el perro
el caballo lo miraba.

En el agua de sus ojos
se bañaba el verde claro
gateaba a su corta edad
con el potito embarrado
con la pelota de trapo
con el gato y con el perro
el caballo lo miraba.

El caballo era otro juego
en aquel pequeño espacio
y al animal parecía
le gustaba ese trabajo
con la pelota de trapo
con el gato y con el perro
y con Luchito mojado.

Si hay niños como Luchín
que comen tierra y gusanos
abramos todas las jaulas
pa’ que vuelen como pájaros
con la pelota de trapo
con el gato y con el perro
y también con el caballo.


*Extraído del libro “Víctor, un canto inconcluso”, escrito por Joan Jara, esposa del cantautor chileno Víctor Jara.